lunes, 29 de octubre de 2007

CONTEXTO POLÍTICO

Pocas dudas caben acerca de la significación de la integración como instrumento
potencial de las políticas nacionales de desarrollo de los países latinoamericanos.
Sin embargo, los obstáculos que hasta ahora frustraron el proceso integracionista,
siguen siendo formidables. No son presiones exógenas, gestadas en los centros de
poder mundial, las que traban los avances de la interdependencia regional. El origen
de los obstáculos debe buscarse en el propio comportamiento político de los
países del área. Conviene recordar al respecto algunos hechos principales.
Por distintos motivos, las tres mayores economías latinoamericanas no han incorporado
nunca a la integración como un objetivo prioritario de sus políticas de desarrollo
interno e inserción internacional. Brasil, dentro de su tradición histórica,
conserva la ambición y el objetivo de formar una gigantesca economía continental
desarrollada dentro de sus propias fronteras. Cierto es que el país registra problemas
sociales de gravedad extrema, pero son evidentes la intensidad de su desarrollo,
los logros alcanzados en la integración territorial, y la dinámica relación alcanzada
con los centros de poder mundial. Esto ha permitido movilizar recursos cuantiosos
del exterior y levantar, en alguna medida, la restricción externa como obstáculo
al proceso de desarrollo. El sector público brasileño, el más poderoso dentro
de la América Latina y, probablemente, el más eficiente, desempeña un papel fundamental
en la movilización de recursos y, dentro de las propias fronteras del país,
encuentra un extenso campo para la promoción del desarrollo. La dimensión del
mercado brasileño ofrece al sector privado, aun en las industrias básicas, excelentes
oportunidades de generar economías de escala. Para Brasil, América Latina es, predominantemente,
un mercado importante, sobre todo, para su producción manufacturera.
La tradición cultural y política que vincula al país con el resto de la región,
lo impulsa de todos modos, a participar en diversos sistemas de concertación
regional. Pero las relaciones bilaterales adquieren para Brasil una importancia mayor
que los esquemas globalistas de cooperación regional. El desarrollo de los recursos
hidroeléctricos de la Cuenca del Paraná es el ejemplo más notorio de ese
tipo de relaciones bilaterales.
México ha sido tradicionalmente un país alejado del proceso sudamericano. Su vecindad
con los Estados Unidos y los débiles vínculos que por siempre ha mantenido
con las otras economías principales del área, han conferido a México un cierto
carácter marginal en los acontecimientos latinoamericanos. La relativa amplitud
del mercado interno mexicano y la fuerte asociación de intereses con Estados Unidos
ha impedido que la integración latinoamericana se constituya en un objetivo
predominante de su política nacional. Como ocurre en los otros países, la vocación
latinoamericana es muy manifiesta en México, como lo demostró con elocuencia el
Presidente Echeverría, pero la realidad inmediata, impone otras prioridades. A corto
plazo, el mercado regional ofrece perspectivas más o menos modestas para fortalecer
el sector externo mexicano, que cuenta con otros recursos de importancia
mayor, como el turismo y, más recientemente, las exportaciones de petróleo. La
significación del mercado regional para las exportaciones industriales de México es
importante pero insuficiente para condicionar prioridades determinadas por un orden
de relaciones internacionales más complejo.
Por su tradición histórica, nivel de desarrollo e inserción internacional, Argentina
es el país para el cual la integración adquiere una significación mayor. La diversificación
de mercados, la exportación de manufacturas, la venta de tecnología y capacidad
gerencial, dentro del área latinoamericana, son opciones importantes para el
desarrollo argentino. Sin embargo, la inestabilidad política a largo plazo y la erraticidad
de la política económica han impedido una acción constante del país dentro
de la región. De este modo, la política económica se ha desplazado desde el énfasis
renovado en la sustitución de importaciones a la gravitación prioritaria asignada al
sector agropecuario. En ningún caso la integración regional ha sido un objetivo
consecuentemente perseguido por la política exterior argentina.
El comportamiento de las economías principales de la región ha debilitado el impulso
integracionista y limitado el avance de la complementación económica. A
esto se agregan obstáculos de otro orden. Más allá de los beneficios derivados de la
expansión a corto plazo del intercambio, la integración es una propuesta de largo
alcance. Sus frutos, en términos de fortalecimiento de las transacciones internacionales
y de profundización del desarrollo industrial, imponen acciones concertadas
y persistentes cuyos frutos se dan, necesariamente, en el largo plazo. Los problemas
de la inflación, balance de pagos, nivel de actividad y distribución del ingreso,
son mucho más urgentes para los principales actores políticos. Frente a ninguno de
esos problemas, la integración ofrece respuestas inmediatas aunque, en todos, facilitaría
su solución a largo plazo. Esta fractura entre las decisiones que operan en la
realidad inmediata y las que gravitan en el curso futuro de los acontecimientos se
da no sólo en la América Latina y en relación con la integración. No hay más que
ver la experiencia de los países industriales para advertir esa fractura entre ambas
dimensiones temporales de la acción política. La previsión prospectiva no es uno
de sus rasgos dominantes. Y no es esta una característica exclusiva de las dirigencias
políticas. En los sectores sociales más amplios, las demandas inmediatas ocupan
una posición prioritaria y, con frecuencia, excluyente.
Por otra parte, la toma de decisiones sobre asignación de recursos, localización industrial
y distribución del ingreso, son suficientemente complicadas al nivel de
cada país. Concertar acciones multinacionales latinoamericanas en esos y otros
campos, agrava la complejidad de la toma de decisiones y desalienta inclusive, a
quienes tienen una mayor vocación integracionista. No pueden ignorarse los problemas
instrumentales de concertación en un proceso de integración.
Conviene recordar también, algunos contenidos políticos de la integración. Esta
implica una actitud nacionalista a escala latinoamericana. El Acuerdo de Cartagena
y su Decisión 24 son la manifestación más clara en este sentido. Desde la década
de 1950, la integración es concebida por sus principales impulsores, como un instrumento
de la integración nacional y del fortalecimiento del poder negociador
frente a los centros del poder mundial. La integración pretende romper lazos tradicionales
de dependencia con esos centros. Hacia adentro, tiene un sesgo transformador,
de expansión de la industria y cambio de la estructura productiva. Cierto
es que estos procesos son compatibles con una continuada concentración del ingreso.
De todas maneras, la integración es concebida como un instrumento para transformar
las estructuras preestablecidas y los vínculos tradicionales con el resto del
mundo. Por definición, la integración es anticonservadora y, en el menos ambicioso
de los casos, francamente reformista. No sorprende, pues que el vuelco hacia
posiciones de derecha en algunos países latinoamericanos los llevara a romper o,
por lo menos, a debilitar su entusiasmo integracionista. El caso de Chile es suficientemente
claro. La conducción económica de ese país fue totalmente coherente en
romper con el Grupo Andino. Dentro del esquema teórico de su política y en su acción
concreta, la integración subregional conspira contra los objetivos trazados, en
términos de asignación de recursos, distribución del ingreso e inserción internacional.
El reformismo es el habitat de la integración latinoamericana y es perfectamente
comprensible que los gobiernos de derecha configuren un cuadro hostil al
proceso integracionista.
A principios de siglo, cuando un ilustre argentino, Carlos Pellegrini, se incorporó a
su banca de diputado, después de haber ejercido la primera magistratura del país,
afirmó que lo hacía "... con menos ilusiones, con menos entusiasmo, con más experiencia...
con la misma fe ciega en el porvenir de mi país". Este realismo sin ilusiones
de Pellegrini y, sin embargo, la insistencia del compromiso con el futuro de su
país, caracteriza hoy en día el estado de ánimo de muchos latinoamericanos, en relación
con el proceso integracionista.
Quienes nos podemos permitir el lujo de pensar a largo plazo, tal vez porque estamos
lejos del poder y de las contingencias cotidianas de la acción política, no podemos
ignorar ciertas tendencias del sistema mundial y del desarrollo de nuestros
países, que renuevan la vigencia de la propuesta integracionista. Este contrapunto
entre la frontera de posibilidades y los obstáculos que se le oponen, seguramente
no se transará en favor de un vigoroso avance, a corto plazo, de la complementación
entre las economías latinoamericanas. Pero tampoco pueden ignorarse los
avances realizados aunque, por cierto, por vías más complejas y diversas que las
imaginadas en la década de 1950. Es cierto que la ALALC no alcanzó las metas trazadas
en el Tratado de Montevideo pero, en la Cuenca del Paraná, existe la posibilidad
de un entendimiento de fondo entre dos grandes países latinoamericanos que
con seguridad abrirá fronteras inéditas a su cooperación recíproca. Y esto repercutiría
en el resto de la región. Frente a cada frustración de los esquemas originales,
advertimos la existencia de otras acciones que contribuyen, por múltiples vías, a
acercar a los países latinoamericanos. Si el acuerdo automotriz del Grupo Andino
se consuma satisfactoriamente, esto tendrá un efecto importante en el proceso subregional
y servirá como prueba piloto para acciones en el escenario más amplio
de la región. La creación del SELA y la versatilidad de sus instrumentos de acción
pueden tener un papel importante, en cuanto las circunstancias políticas sean más
favorables. En resumen, los esquemas globalistas de la integración y la adopción
de macrodecisiones políticas enfrentan limitaciones serias. En cambio, los contactos
entre las realidades de cada país, de sus empresas privadas y públicas, de sus cuadros
técnicos y gerenciales, se están difundiendo en escala apreciable. Es probable
que el proceso descansará, en buena medida, en la eficacia de estas acciones casuísticas
en múltiples campos y que avanzará desde abajo, sin logros espectaculares
pero, también, con resultados innegables. El interrogante que se plantea es si un
proceso de este tipo será suficiente para otorgar a la dimensión regional un papel
importante en el escenario del desarrollo de cada país latinoamericano. La respuesta
dependerá de la amplitud y profundidad de tales acciones. Si estas alcanzan suficiente
masa crítica pueden, inclusive, sobre bases reales, abrir las puertas para decisiones
globalistas y macropolíticas, que encuadren e impulsen un proceso efectivo
de complementación económica y de concertación del poder negociador frente
al resto del mundo. Si esa masa crítica no se logra, la integración continuará siendo
una aspiración inalcanzada hasta que los escenarios mundiales del futuro le hagan
perder vigencia como instancia abierta a los países latinoamericanos.

No hay comentarios: