lunes, 29 de octubre de 2007

LA INTEGRACION LATINOAMERICANA COMO BASE DEL DESARROLLO ECONOMICO Y SOCIAL DE LA REGION

En América Latina, los procesos de integración se han venido desarrollando de manera multilateral desde finales de la década del sesenta con la creación del Grupo Andino (GRAN/CAN), hasta finales de los años ochenta y principios de los noventa, con la transformación de la Asociación Latinoamericana de Libre Comercio (ALALC) en Asociación Latinoamericana de Integración (ALADI) y la creación, entre otros, del Mercado Común Centroamericano (MCCA), Mercado Común del Caribe (Caricom), Grupo de los Tres (G3) y Mercado Común del Sur (Mercosur). La actual dinámica de integración debe tender, así, hacia la consolidación de estos grupos subregionales y la asociación de estos entre sí.

Nuestro objetivo es tratar de reflexionar cómo, en los actuales supuestos políticos y económicos mundiales, la consolidación y avance de los diferentes procesos de integración en América Latina debe suponer, a nuestro entender, no sólo un objetivo político y económico a mediano plazo, acorde con el marco internacional actual y alternativo al neoliberalismo triunfante, sino un instrumento de desarrollo social -ante la búsqueda conjunta de objetivos de crecimiento e integración- económico, educativo, cultural y jurídico, además de una buena estrategia de enfrentar con posicionamientos comunes y consensuados, las relaciones con otros países o grupos de referencia, como los EE.UU. y la Unión Europea, respecto, por ejemplo, a sus propuestas de Acuerdo de Libre Comercio para las Américas (ALCA) y de Asociación de Libre Comercio América Latina y la Unión Europea.

Así pues, no es tanto un exhaustivo análisis económico que, por supuesto, preferimos dejar en manos de sus especialistas, sino un acercamiento reflexivo a dos fenómenos actuales que inciden directamente en nuestras sociedades, como son la mundialización de la economía y el nuevo regionalismo.

El camino hacia la globalización e integración regional.

Hoy en día, debido -entre otros- al desarrollo mismo del sistema capitalista, la economía mundial ha trascendido los esquemas tradicionales basados en el intercambio comercial entre naciones, dando paso a un nuevo esquema de comercio a escala planetaria en donde los verdaderos actores económicos, las empresas multinacionales, desplazan su poder de inversión a aquellos ámbitos económicos más favorables que les permitan mejores condiciones de seguridad y competencia, independientemente de su vinculación nacional.

Como antes decíamos, paralelo a esta tendencia globalizadora[1], con un discurso neoliberal según muchos, se están presentando procesos de conformación de bloques económicos concebidos como estrategia para lograr una mejor posición en la competencia por el mercado mundial. Esta nueva situación, consolidada en los últimos años, se traduce en la creación de Convenios Internacionales, con objetivos estrictamente comerciales y diferentes alcances, pero cuyo propósito común es, en términos generales, permitir unas mejores condiciones económicas para un adecuado desarrollo comercial de los países que lo suscriben[2].

En este sentido, pero con un carácter mucho más amplio, significativo e, incluso diríamos, histórico, muy relacionado con el concepto de desarrollo (económico, social y humano)[3], debemos destacar los procesos de integración regional y subregional de la Unión Europea (UE), la Comunidad Andina (CAN) y el Mercosur.

Los países europeos desde los años cincuenta y los latinoamericanos una década más tarde, fueron desarrollando esquemas integracionistas donde lo económico era el núcleo fundamental, pero no único. El modelo europeo de integración, con una primera unión aduanera y mercado común, fue seguido por algunos países latinoamericanos tras años de diferentes esquemas, entre el panamericanismo de la OEA, el bolivarismo de la izquierda revolucionaria y el monetarismo de la Asociación Latinoamericana de Libre Comercio (ALALC). Sin embargo, como todos sabemos, aunque estos dos proyectos, europeo y latinoamericano, pudieran tener coincidencias en los objetivos principales, las circunstancias históricas, políticas, económicas y sociales no eran las mismas.

El modelo de integración europea recogido en los Tratados constitutivos de las Comunidades Europeas (CCEE), ahora Unión Europea (UE), se desarrolló desde unos claros principios políticos y económicos. La experiencia de la Segunda Guerra Mundial y el establecimiento de nuevas condiciones para la paz fue la base política del acercamiento entre enemigos históricos como Francia y Alemania. La puesta en marcha de intereses comunes en materia de producción industrial (Tratado de la CECA, Comunidad Europea del Carbón y del Acero), primero, y liberalización comercial después (Tratado de la CEE, Comunidad Económica Europea), sentaron las bases económicas del proceso. La integración como modelo de paz y desarrollo económico y social para las naciones de Europa occidental se convirtió en un proceso histórico con no pocos obstáculos y definiciones.

Tras la firma de los Acuerdos de Breton Woods en 1944 y la entrada en vigor del Acuerdo General de Aranceles y Comercio (GATT), cuatro años más tarde, la internacionalización de la economía y del comercio se convirtió en la base de las relaciones internacionales de posguerra. El proteccionismo nacionalista que siguió a la Gran Depresión del año 29, que había caracterizado los años anteriores al conflicto mundial, fue sustituido en los decenios cincuenta y sesenta (radicalmente en unos casos, paulatinamente en otros) por un nuevo panorama global, caracterizado por un nuevo modelo, no sólo de economía sino también de Estado, donde los movimientos de capitales, las magnitudes de los intercambios comerciales y el desplazamiento de otros elementos, como la mano de obra, dieron paso a un inusitado crecimiento económico-comercial en los países más industrializados, entre ellos los de Europa occidental.

Sin embargo, esta nueva etapa del modelo económico capitalista basado en la internacionalización, por tanto interdependencia de las relaciones económicas y comerciales, no significó la transferencia natural de este crecimiento a los países en desarrollo. Por el contrario, se acentuó el desequilibrio en términos del intercambio comercial, respecto de la natural discriminación derivada del juego desigual en la concurrencia de oferentes y demandantes, en virtud de variantes como precio-ingreso, grados de solidez estructural o dotaciones de recursos, por mencionar sólo algunas. Pronto, las dislocaciones y desequilibrios que este nuevo orden económico producía empezaron a ser perceptibles no sólo en la digamos tradicional dicotomía centro-periferia (ahora Norte-Sur), sino también en el desarrollo e intercambio de los propios países industrializados, incluso en la misma Europa.
[1]Anthony Giddens señala en su libro Les consequénces de la modernité que la globalización "puede definirse como la intensificación de relaciones sociales planetarias, que aproximan a tal punto los lugares distantes que los acontecimientos locales sufren la influencia de hechos ocurridos a miles de kilómetros y viceversa". L´Harmattan, Paris, 1994, pág. 70.
[2]Sería una manifestación de esta tendencia, entre otras, la conformación del Tratado de Libre Comercio de Norteamérica (NAFTA), del Espacio Económico Europeo (EEE) y de la Asociación Económica de Países del Sureste Asiático (ASEAN). El proyecto de Iniciativa para las Américas (ALCA) se inscribiría también en este ámbito.
[3]Cuando hablamos de desarrollo somos conscientes de que éste es un concepto de las ciencias sociales que, aunque no cuenta con una definición mundialmente aceptada, sí define, según los ámbitos (económico, social, cultural, tecnológico), el crecimiento de sus propias capacidades. El concepto de desarrollo humano, más amplio e integral, se ocuparía, siguiendo las consignas del Plan de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUP), del desarrollo de las capacidades humanas y de su utilización productiva y creativa para aumentar el crecimiento, de una búsqueda del desarrollo de las personas, para las personas y por las personas, lo que implica la generación de oportunidades económicas para todos bajo un enfoque participativo. No es el desarrollo en términos cuantitativos, sino cualitativos. La meta es el desarrollo de la gente, de las personas, del conjunto de la sociedad.

UNA MIRADA A LA HISTORIA DE LA INTEGRACIÓN LATINOAMERICANA

Después de más de cincuenta años desde que surgieron las primeras iniciativas tendientes a generar procesos de integración en América Latina, el balance actual de los diversos procesos de integración adelantados en la región no es muy alentador, sobretodo al tener en cuenta que los resultados obtenidos no han logrado alcanzar las metas inicialmente fijadas y en particular, no han producido el tan anhelado desarrollo sostenible de nuestra región. Sin embargo, sería muy fácil y al propio tiempo muy injusto, atribuir a la integración económica per se, la suerte de estancamiento que en el mediano y largo plazo ha prevalecido en los procesos de integración latinoamericana. Sería igualmente injusto desconocer que los esfuerzos integracionistas regionales han rendido frutos importantes desde sus inicios. No obstante lo anterior, lamentablemente los procesos de integración en América Latina se han caracterizado por una constante fluctuación entre la retórica y el pragmatismo, entre el aislamiento y la integración, entre el pensamiento estructural y el liberal y así sucesivamente a través de distintos períodos de la historia reciente, lo cual ha impedido la necesaria maduración de estos procesos.Mediante el presente trabajo procuraremos adelantar un análisis descriptivo de los distintos eventos históricos que han dado curso a los procesos de integración económica adelantados en nuestra región, lo cual sin lugar a dudas puede constituir un aporte para explicar la situación actual de la integración latinoamericana e incluso, reflexionar sobre los retos que se presentan de cara a la cada vez más profunda interrelación global.
1.- Algunas nociones de la Teoría de la Integración Económica
A manera de contextualizar el presente trabajo hemos considerado oportuno retomar algunas nociones fundamentales sobre lo que podríamos entender por “integración económica”. En este sentido, según Balasa (1980), la integración económica puede ser considerada como un proceso que se encuentra acompañado de medidas dirigidas a abolir la discriminación entre unidades económicas pertenecientes a distintas naciones. Ahora bien, este proceso puede adoptar distintos grados o formas, dependiendo del nivel de profundidad pretendida en la integración por los miembros del respectivo proceso. A tal efecto, el mismo autor presenta cinco grados o niveles de integración, a saber: área o zona de libre comercio, unión aduanera, mercado común, unión económica e integración económica total. El área o zona de libre comercio se caracteriza por la eliminación de las restricciones (aranceles y medidas no arancelarias) al comercio entre los miembros participantes del proceso, manteniéndose al propio tiempo, las restricciones preexistentes para los países que no pertenecen al proceso de integración. La unión aduanera, además de estar acompañada por la eliminación de barreras al comercio intra-zona, se caracteriza por el establecimiento de restricciones comunes para el comercio con terceros países no miembros del proceso. Por su parte, el mercado común implica un grado mayor de integración que se caracteriza por la supresión de las restricciones vinculadas a la libre movilidad de los factores de producción. La unión económica combina todas las anteriores formas de integración, con un cierto grado de armonización en las políticas económicas de los países miembros. Finalmente, la integración económica total apareja también la unificación de políticas económica, fiscal, monetaria, social y anticíclica, así como el establecimiento de una autoridad única supranacional.
Así tenemos que en función del interés de los países, el proceso de integración puede abarcar más allá de lo estrictamente económico. Habida cuenta de ello y dependiendo de la orientación que se desee dar al esquema integracionista respectivo, estos diversos grados de integración ofrecen la alternativa de ejercer un mayor énfasis en lo comercial – en cuyo caso se privilegiaría el establecimiento de una zona de libre comercio – o pueden también constituir una vía para alcanzar un desarrollo sostenible y un grado casi absoluto de interrelación y coordinación política y social – en cuyo caso se privilegiará el establecimiento de una integración total.
2.- Proceso Histórico de la Integración en América Latina
Como punto de partida para efectos del presente trabajo, hemos considerado necesario empezar por analizar el proceso histórico de la integración latinoamericana, abarcando incluso algunos períodos de la historia a los que en principio no se atribuye ningún aporte importante en este sentido, más sin embargo, su análisis nos pareció provechoso en aras de comprender las características más relevantes de la integración latinoamericana. A tal efecto, en una primera etapa resulta provechoso referirse al comercio entre las colonias – antes y después de su independencia – y en una segunda fase abarcaremos las postrimerías del siglo XIX y el siglo XX con mayor énfasis en su segunda mitad, momento a partir del cual se produjeron las primeras iniciativas integracionistas latinoamericanas, para concluir con algunos hechos y reflexiones sobre la integración latinoamericana de cara al nuevo milenio.

LAS VIAS DE LA ESPECIALIZACIÓN PRODUCTIVA



La especialización intraindustrial dentro de la región, tiene dos vías principales.
Denominemos la primera, la vía de las corporaciones transnacionales. A la segunda,
la vía latinoamericana .
La vía de las corporaciones transnacionales
Dentro del sistema mundial, las actividades intrafirma de las corporaciones transnacionales
tienen un papel muy importante. Se estima que alrededor del 25% del
comercio mundial, corresponde a ese intercambio intrafirma. En la América Latina,
diversos estudios han revelado la importancia del intercambio entre subsidiarias
de las mismas corporaciones, dentro del comercio de manufacturas intralatinoamericano.
Poca duda cabe que esta actividad de las corporaciones transnacionales
continuará desempeñando un papel importante en la especialización intraindustrial
del área. Simultáneamente con su contribución al intercambio regional, esta
actividad de las corporaciones transnacionales plantea algunos riesgos que conviene
recordar. El primero, relativo al hecho que las corporaciones buscan maximizar
sus beneficios a escala mundial y sus decisiones de asignación de recursos, dentro
del ámbito latinoamericano, pueden, o no, coincidir con los intereses de cada uno
de los países en que aquellas operan. En segundo lugar, la asignación eficiente de
recursos a escala mundial por parte de las corporaciones, responde a sus relaciones
de costos y beneficios. Desde la perspectiva de países de la periferia, esa asignación
de recursos debe tomar en cuenta la necesidad de romper las relaciones de asimetría
con los centros. En otros términos, las relaciones costo-beneficio de las actividades
de las corporaciones debe medirse, también, por sus efectos a mediano y largo
plazo sobre el desarrollo económico. La participación dominante de las corporaciones
en la especialización intraindustrial dentro de la América Latina, puede conspirar
contra la ruptura de las relaciones de dependencia con los centros del poder
económico mundial. En tercer lugar, las operaciones intrafirma de las corporaciones
no satisfacen necesariamente, el requisito de la distribución equitativa de los
beneficios del proceso de especialización intraindustrial. Esto se refiere no sólo a
las políticas de asignación de recursos sino, también, a las políticas de precios de
factores y productos. Es bien conocido el papel de los precios de transferencia en
las operaciones intrafirma y cómo son utilizados para provocar traslaciones de ingresos
conforme a la estrategia global de las corporaciones.
En un sentido más amplio, la vía de las corporaciones plantea otros problemas
adicionales. El papel de esas empresas en la especialización intraindustrial no puede
desvincularse de su repercusión global sobre el desarrollo económico. Existen
suficientes razones para suponer que las corporaciones transnacionales contribuyen
a transferir tecnologías no siempre adecuadas a la dotación interna de factores
ni a las necesidades más amplias de las sociedades latinoamericanas. De este
modo, ellas actúan como correa de transmisión entre las pautas de consumo imperantes
en los centros y sus funciones de producción con el ámbito interno latinoamericano.
Esta característica aprovecha y, a su vez, refuerza la concentración del
ingreso prevaleciente en la región. Por estas y otras razones, existen motivos para
suponer que las corporaciones transnacionales no pueden actuar como impulsores
principales de la integración de los sistemas productivos y de las sociedades latinoamericanas.
En otros términos, no pueden actuar como agentes dominantes de la
expansión del empleo y la eliminación de las marcadas diferencias de productividad
imperantes entre diversos sectores y regiones dentro de cada país latinoamericano.
Por otra parte, visto las tendencias imperantes en las economías centrales, el
papel de las corporaciones en el "redespliegue" industrial desde los centros a la periferia,
tropieza con obstáculos severos. Existen, pues, limitaciones para que esas
empresas operen como factor decisivo de la integración de los sistemas industriales
en cada país y para la eliminación del desequilibrio crónico de las transacciones del
sector manufacturero con el resto del mundo. En consecuencia, se sugiere aquí que
la vía de las corporaciones en la especialización intraindustrial latinoamericana
será limitada. No insignificante pero limitada, insuficiente y, además, incompatible
con procesos de desarrollo rápido, integrado y autosustentado.

CONTEXTO POLÍTICO

Pocas dudas caben acerca de la significación de la integración como instrumento
potencial de las políticas nacionales de desarrollo de los países latinoamericanos.
Sin embargo, los obstáculos que hasta ahora frustraron el proceso integracionista,
siguen siendo formidables. No son presiones exógenas, gestadas en los centros de
poder mundial, las que traban los avances de la interdependencia regional. El origen
de los obstáculos debe buscarse en el propio comportamiento político de los
países del área. Conviene recordar al respecto algunos hechos principales.
Por distintos motivos, las tres mayores economías latinoamericanas no han incorporado
nunca a la integración como un objetivo prioritario de sus políticas de desarrollo
interno e inserción internacional. Brasil, dentro de su tradición histórica,
conserva la ambición y el objetivo de formar una gigantesca economía continental
desarrollada dentro de sus propias fronteras. Cierto es que el país registra problemas
sociales de gravedad extrema, pero son evidentes la intensidad de su desarrollo,
los logros alcanzados en la integración territorial, y la dinámica relación alcanzada
con los centros de poder mundial. Esto ha permitido movilizar recursos cuantiosos
del exterior y levantar, en alguna medida, la restricción externa como obstáculo
al proceso de desarrollo. El sector público brasileño, el más poderoso dentro
de la América Latina y, probablemente, el más eficiente, desempeña un papel fundamental
en la movilización de recursos y, dentro de las propias fronteras del país,
encuentra un extenso campo para la promoción del desarrollo. La dimensión del
mercado brasileño ofrece al sector privado, aun en las industrias básicas, excelentes
oportunidades de generar economías de escala. Para Brasil, América Latina es, predominantemente,
un mercado importante, sobre todo, para su producción manufacturera.
La tradición cultural y política que vincula al país con el resto de la región,
lo impulsa de todos modos, a participar en diversos sistemas de concertación
regional. Pero las relaciones bilaterales adquieren para Brasil una importancia mayor
que los esquemas globalistas de cooperación regional. El desarrollo de los recursos
hidroeléctricos de la Cuenca del Paraná es el ejemplo más notorio de ese
tipo de relaciones bilaterales.
México ha sido tradicionalmente un país alejado del proceso sudamericano. Su vecindad
con los Estados Unidos y los débiles vínculos que por siempre ha mantenido
con las otras economías principales del área, han conferido a México un cierto
carácter marginal en los acontecimientos latinoamericanos. La relativa amplitud
del mercado interno mexicano y la fuerte asociación de intereses con Estados Unidos
ha impedido que la integración latinoamericana se constituya en un objetivo
predominante de su política nacional. Como ocurre en los otros países, la vocación
latinoamericana es muy manifiesta en México, como lo demostró con elocuencia el
Presidente Echeverría, pero la realidad inmediata, impone otras prioridades. A corto
plazo, el mercado regional ofrece perspectivas más o menos modestas para fortalecer
el sector externo mexicano, que cuenta con otros recursos de importancia
mayor, como el turismo y, más recientemente, las exportaciones de petróleo. La
significación del mercado regional para las exportaciones industriales de México es
importante pero insuficiente para condicionar prioridades determinadas por un orden
de relaciones internacionales más complejo.
Por su tradición histórica, nivel de desarrollo e inserción internacional, Argentina
es el país para el cual la integración adquiere una significación mayor. La diversificación
de mercados, la exportación de manufacturas, la venta de tecnología y capacidad
gerencial, dentro del área latinoamericana, son opciones importantes para el
desarrollo argentino. Sin embargo, la inestabilidad política a largo plazo y la erraticidad
de la política económica han impedido una acción constante del país dentro
de la región. De este modo, la política económica se ha desplazado desde el énfasis
renovado en la sustitución de importaciones a la gravitación prioritaria asignada al
sector agropecuario. En ningún caso la integración regional ha sido un objetivo
consecuentemente perseguido por la política exterior argentina.
El comportamiento de las economías principales de la región ha debilitado el impulso
integracionista y limitado el avance de la complementación económica. A
esto se agregan obstáculos de otro orden. Más allá de los beneficios derivados de la
expansión a corto plazo del intercambio, la integración es una propuesta de largo
alcance. Sus frutos, en términos de fortalecimiento de las transacciones internacionales
y de profundización del desarrollo industrial, imponen acciones concertadas
y persistentes cuyos frutos se dan, necesariamente, en el largo plazo. Los problemas
de la inflación, balance de pagos, nivel de actividad y distribución del ingreso,
son mucho más urgentes para los principales actores políticos. Frente a ninguno de
esos problemas, la integración ofrece respuestas inmediatas aunque, en todos, facilitaría
su solución a largo plazo. Esta fractura entre las decisiones que operan en la
realidad inmediata y las que gravitan en el curso futuro de los acontecimientos se
da no sólo en la América Latina y en relación con la integración. No hay más que
ver la experiencia de los países industriales para advertir esa fractura entre ambas
dimensiones temporales de la acción política. La previsión prospectiva no es uno
de sus rasgos dominantes. Y no es esta una característica exclusiva de las dirigencias
políticas. En los sectores sociales más amplios, las demandas inmediatas ocupan
una posición prioritaria y, con frecuencia, excluyente.
Por otra parte, la toma de decisiones sobre asignación de recursos, localización industrial
y distribución del ingreso, son suficientemente complicadas al nivel de
cada país. Concertar acciones multinacionales latinoamericanas en esos y otros
campos, agrava la complejidad de la toma de decisiones y desalienta inclusive, a
quienes tienen una mayor vocación integracionista. No pueden ignorarse los problemas
instrumentales de concertación en un proceso de integración.
Conviene recordar también, algunos contenidos políticos de la integración. Esta
implica una actitud nacionalista a escala latinoamericana. El Acuerdo de Cartagena
y su Decisión 24 son la manifestación más clara en este sentido. Desde la década
de 1950, la integración es concebida por sus principales impulsores, como un instrumento
de la integración nacional y del fortalecimiento del poder negociador
frente a los centros del poder mundial. La integración pretende romper lazos tradicionales
de dependencia con esos centros. Hacia adentro, tiene un sesgo transformador,
de expansión de la industria y cambio de la estructura productiva. Cierto
es que estos procesos son compatibles con una continuada concentración del ingreso.
De todas maneras, la integración es concebida como un instrumento para transformar
las estructuras preestablecidas y los vínculos tradicionales con el resto del
mundo. Por definición, la integración es anticonservadora y, en el menos ambicioso
de los casos, francamente reformista. No sorprende, pues que el vuelco hacia
posiciones de derecha en algunos países latinoamericanos los llevara a romper o,
por lo menos, a debilitar su entusiasmo integracionista. El caso de Chile es suficientemente
claro. La conducción económica de ese país fue totalmente coherente en
romper con el Grupo Andino. Dentro del esquema teórico de su política y en su acción
concreta, la integración subregional conspira contra los objetivos trazados, en
términos de asignación de recursos, distribución del ingreso e inserción internacional.
El reformismo es el habitat de la integración latinoamericana y es perfectamente
comprensible que los gobiernos de derecha configuren un cuadro hostil al
proceso integracionista.
A principios de siglo, cuando un ilustre argentino, Carlos Pellegrini, se incorporó a
su banca de diputado, después de haber ejercido la primera magistratura del país,
afirmó que lo hacía "... con menos ilusiones, con menos entusiasmo, con más experiencia...
con la misma fe ciega en el porvenir de mi país". Este realismo sin ilusiones
de Pellegrini y, sin embargo, la insistencia del compromiso con el futuro de su
país, caracteriza hoy en día el estado de ánimo de muchos latinoamericanos, en relación
con el proceso integracionista.
Quienes nos podemos permitir el lujo de pensar a largo plazo, tal vez porque estamos
lejos del poder y de las contingencias cotidianas de la acción política, no podemos
ignorar ciertas tendencias del sistema mundial y del desarrollo de nuestros
países, que renuevan la vigencia de la propuesta integracionista. Este contrapunto
entre la frontera de posibilidades y los obstáculos que se le oponen, seguramente
no se transará en favor de un vigoroso avance, a corto plazo, de la complementación
entre las economías latinoamericanas. Pero tampoco pueden ignorarse los
avances realizados aunque, por cierto, por vías más complejas y diversas que las
imaginadas en la década de 1950. Es cierto que la ALALC no alcanzó las metas trazadas
en el Tratado de Montevideo pero, en la Cuenca del Paraná, existe la posibilidad
de un entendimiento de fondo entre dos grandes países latinoamericanos que
con seguridad abrirá fronteras inéditas a su cooperación recíproca. Y esto repercutiría
en el resto de la región. Frente a cada frustración de los esquemas originales,
advertimos la existencia de otras acciones que contribuyen, por múltiples vías, a
acercar a los países latinoamericanos. Si el acuerdo automotriz del Grupo Andino
se consuma satisfactoriamente, esto tendrá un efecto importante en el proceso subregional
y servirá como prueba piloto para acciones en el escenario más amplio
de la región. La creación del SELA y la versatilidad de sus instrumentos de acción
pueden tener un papel importante, en cuanto las circunstancias políticas sean más
favorables. En resumen, los esquemas globalistas de la integración y la adopción
de macrodecisiones políticas enfrentan limitaciones serias. En cambio, los contactos
entre las realidades de cada país, de sus empresas privadas y públicas, de sus cuadros
técnicos y gerenciales, se están difundiendo en escala apreciable. Es probable
que el proceso descansará, en buena medida, en la eficacia de estas acciones casuísticas
en múltiples campos y que avanzará desde abajo, sin logros espectaculares
pero, también, con resultados innegables. El interrogante que se plantea es si un
proceso de este tipo será suficiente para otorgar a la dimensión regional un papel
importante en el escenario del desarrollo de cada país latinoamericano. La respuesta
dependerá de la amplitud y profundidad de tales acciones. Si estas alcanzan suficiente
masa crítica pueden, inclusive, sobre bases reales, abrir las puertas para decisiones
globalistas y macropolíticas, que encuadren e impulsen un proceso efectivo
de complementación económica y de concertación del poder negociador frente
al resto del mundo. Si esa masa crítica no se logra, la integración continuará siendo
una aspiración inalcanzada hasta que los escenarios mundiales del futuro le hagan
perder vigencia como instancia abierta a los países latinoamericanos.